Adán vivía feliz dentro de Eva en un entrañable paraíso. Preso como una semilla en la dulce sustancia de la fruta, eficaz como una glándula de secreción interna, adormilado como una crisálida en el capullo de seda, profundamente replegadas las alas del espíritu.
Como todos los dichosos, Adán abominó de su gloria y se puso a buscar por todas partes la salida, nadó a contracorriente en las densas aguas de la maternidad, se abrió paso a cabezadas en su túnel de topo y cortó el blando cordón de su alianza primitiva.
Pero el habitante y la deshabitada no pudieron vivir separados. Poco a poco, idearon un ceremonial lleno de nostalgias prenatales, un rito íntimo y obsceno que debía comenzar con la humillación consciente por parte de Adán. De rodillas como ante una diosa, suplicaba y depositaba toda clase de ofrendas. Luego, con voz cada vez más urgente y amenazante, emprendía un alegato favorable al mito del eterno retorno. Después de hacerse mucho rogar, Eva lo levantaba del suelo, esparcía la ceniza de sus cabellos, le quitaba las ropas de penitente y lo incluía parcialmente en su seno. Aquello fue el éxtasis. Pero el acto de magia imitativa dio muy malos resultados en lo que se refiere a la propagación de la especie. Y ante la multiplicación irresponsable de adanes y evas que traería como consecuencia el drama universal, una y otro fueron llamados a cuentas. (Con su mudo clamor, todavía estaba fresca en el suelo la sangre de Abel.)
Ante el tribunal supremo, Eva se limitó, entre cínica y modesta, a hacer una exhibición más o menos velada de sus gracias naturales, mientras recitaba el catecismo de la perfecta casada. Las lagunas del sentimiento y las fallas de la memoria fueron suplidas admirablemente por un extenso repertorio de risitas, arrumacos y dengues. Finalmente, hizo una espléndida pantomima del parto doloroso.
Adán, muy formal por su parte, declamó un extenso resumen de historia universal, convenientemente expurgado de miserias, matanzas y dolos. Habló del alfabeto y de la invención de la rueda, de la odisea del conocimiento, del progreso de la agricultura y del sufragio femenino, de los tratados de paz y de lírica provenzal.
Inexplicablemente, nos puso a ti y a mí como ejemplo. Nos definió como pareja ideal y me hizo el esclavo de tus ojos. Pero de pronto hizo brillar, ayer mismo, esa mirada que viniendo de ti. Por siempre nos separa.
*Juan José Arreola (1918-2001) nace en Cd. Guzmán, México. Escritor, académico, traductor y editor.
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***Tamara de Lempicka – “Adán y Eva” (1932, óleo sobre lienzo, 116 x 73 cm, colección particular).