Corriendo por los parajes iban los padres, más que correr parecía que galopaban, vestidos con sus túnicas blancas, corrían y a la par dejaban un rastro de sangre que podría ser encontrado incluso por el sabueso más inerme de toda la jauría. Detrás de los padres corrían los hijos, aquellos de mediana edad, alardeando sobre la velocidad a la que corrían sus padres y hermanos mayores, sobre la cantidad de sangre que brotaba de sus pies descalzos, sobre el diámetro por el cual se esparcirían sus órganos y las formas que crearían con sus cadáveres.
Mientras tanto en el pueblo los más jóvenes bebían, fumaban hachís, danzaban al ritmo de la música, poniendo los pies en el fuego, como prueba de su amistad, mientras se preparaban para los años venideros en que ellos emprendieran “la huida”, hacía el acantilado como los mayores lo hacen ahora.
A pesar del estado en que se encontraban, entre la beodez y la inconsciencia, podían notar como empezaba a atardecer, la música iba más lento, el silencio empezaba a hacer presencia, el día estaba sufriendo una transformación pues era hora de que la bóveda celeste ciñera su efímera belleza.
El silencio perduro, después hubo gritos de dolor lanzados al cielo y sollozos, transcurrió alrededor de una hora cuando por fin pudo apreciarse otro silencio y después todos en el pueblo notaron las antorchas de los de mediana edad y podían escuchar sus cantos, esa inspiración que recorría sus venas y agitaba todo corazón latente.
Al llegar todos pidieron un tarro de vino y un poco de hachís, parecían consternados y emocionados, sus padres y hermanos acababan de saltar al vacío, al acantilado, -extraño- recién habían observado a los mayores fallecer. Al llegar los de mediana edad el pueblo se quedaba tranquilo ellos eran ahora los jefes.
Los jóvenes acudían con el “no vivo” aquél que contaba historias de tiempo atrás, de siglos pasados, de vidas ya muertas, decían que él había sido el único mayor que no murió en “la huida”, decían que al llegar al abismo, de manera impredecible, él no sucumbió ante el abismo, se elevó.
El “no vivo” hablaba en una lengua ya muerta, una lengua extinta, conocida como “verso”, una lengua tan extraña que los mayores debían explicar a los jóvenes del pueblo como hablar por la noche, como hablar cuando la bóveda celeste se colocaba, como hablar con la melancolía.
-Los años venideros se hicieron presente-
Bebiendo y tomando hachís se colocaron los, ahora mayores, corrían por los parajes, más que correr parecía que galopaban, vestidos con sus túnicas blancas, corrían y a la par dejaban un rastro de sangre seguido por los de mediana edad, aquellos que alardeaban sobre quien sabe cuánta mierda, pero que al llegar al acantilado veían los cuerpos de los mayores esparcidos sobres las rocas negras, ásperas, los veían y debían volver al pueblo, sabiendo que después de tantos años y beodez, ya era su turno.
Morían y nadie decía nada, todos los de mediana edad y aquellos que se encontraban en el pueblo sabían que habían emprendido “la huida”.
Diego Estrada Gutiérrez.
*Ilustración: La huida. Remedios Varo. 1961.