Nunca se me dio el baile, pero la vi a ella, la vi tan fresca, sus movimientos eran tan libres tan perfectamente efectuados, era espontánea, con su mirada enamoraba a niños, jóvenes, hombres y mujeres por igual, su danza no paraba, una banda musical se acercó para hacer feliz el momento, muchos se unieron al barullo del baile, todos sonreían, reían, se había convertido en una gran fiesta, el carnaval había llegado en otoño, la alegría se desbordaba entre la gente, yo torpe como siempre, entré al barullo, empecé a bailar igual que ella, con movimientos artísticamente bellos, se convirtió en algo imparable, no quise parar porque me daba vida, persona que llegaba, persona que sacaba excelentes pasos de baile, y más bellos aún, nos convertimos en artistas de bailes súbitamente, todos unidos en una coreografía. Pasó la mañana, pasó la tarde, pasó la noche, pasaron 5 días, fuimos cayendo uno por uno, primero ella, la hermosa, con la cara fatigada, con los pies ensangrentados, con sangre saliendo por su nariz, cayó súbitamente, por la inercia del baile nadie pudo pararse a ayudarla, ahí quedó inconsciente, la muerte llegó por ella unos minutos después. Todos ante esta situación no pudieron detenerse, estábamos en una inercia del universo, un bucle eterno, algo imparable, la belleza pasó a desesperación, los movimientos seguían siendo hermosos pero las miradas de seducción al hacer un pase de baile pasaron a ser expresiones de terror, las caras de los presentes se empezaban a desfigurar, lágrimas de sangre salían por cualquier poro de la piel, los gritos de aliento pasaron a ser gritos de miedo desgarrando la noche, y la muerte esperaba alrededor de la pista de baile donde elegía a su próxima víctima, la vida se esfumó de mí el sexto día.
Héctor Quiroz.
*Ilustración: Pieter Brueghel el Viejo. Danza campesina.