Siendo horrorosa la flor que levantaba del suelo, y que en ella había cierto fruto por debajo de tan alebrestado pistilo, yo la ponía en manos de ella. Con gran sonrisa daba la ofrenda, pero al instante, con un desprecio nada disimulado, la rechazó retirando y escondiendo sus manos. Pareciera que era una ofensa la que yo hacía y preguntándole el motivo de su disgusto me gritó ¡Qué fea, qué espanto, parece una cucaracha!
Yo no entendía por qué habría temor en una flor tan peculiar, pero ella siguió con una risa y en esa burla me confirmó tal desencanto. Nunca había conocido a alguien que refutara una flor. Afligí mi rostro y mis brazos cayeron a mis costados, sin embargo, mi mano no pudo soltar la pequeña flor. La volví a mirar y si, era verdad que no era la flor más hermosa del mundo, pero no tenía que serlo ¿quién exige la belleza ante una flor? ella no tenía culpa alguna ¡oh, que desdicha que ante tales ojos mostrara su existencia! Me mordí los labios para no llorar y ella descubrió que había tomado con ligereza el humilde presente que le daba. Mientras ella sentía compasión por mí, yo sentía clemencia por la flor.
¡Discúlpame, amor mío, es que me asusté! Pensé que era una de tus tontas bromas de levantar algún horripilante insecto y aventármelo, vamos, dame la flor, ya la quiero, amor mío.
Yo no quería hablar, me sentía herido y mientras le miraba el viento golpeó nuestras caras apenadas, nos despeinó un poco y yo dejé volar la flor con las otras hojas muertas que se llevaba el aire.
Ya no te corresponde esa flor, querida. Le dije.
Ni a ti, ni a mí. Me dije.
Víctor Hugo Ávila Velázquez.
*Ilustración: Hurtada de los anaqueles del Vaticano, sección de los años 1784.