Cuando era más jovencita un día visite a mi abuelita muy de mañana. Recuerdo el clima perfectamente, ya que era una bella estampa de luz para mí y lo que me sucedería años más adelante lo haría inolvidable. El sol era tiernito, marcaba un suave calor en mi piel y le daba unos colores naranjas atoronjados a la casita de mis abuelitos. Ya de principio sabias que había amor ahí dentro. Al llegar ya se escuchaban a los pajaritos cantar fuertemente, vivos, llenos de energía. Había cuatro o más especies distintas. ¡Cómo el gustaban! Además tenía pericos. Uno ya muy viejo que poco después moriría, pero que lo tenía desde que yo era muy pequeña. Toqué la puerta blanca que tenía un pequeño ventanal que me dio la fotografía de aves y su enorme jaula blanca. No tardó mucho en aparecer mi abuelita sin sus lentes. Raramente la veía sin ellos. Pero lo que era fascinante, era verla con su cabellito suelto, blanquito y muy largo. Bello. Mientras me reconocía y preguntaba quién tocaba yo alcanzaba a oler todo ahí dentro aunque yo estuviera afuera. Los olores de una casita vieja y limpia, ya que era una hora donde ella y mi tía comenzaban los quehaceres del día. Jamás olvidaré que la vi bonita, con un mandil diferente al anterior. Cuando entré a su casa le besé la mejilla, tierna, suave, arrugada libremente y olí su vejez. Quisiera pensar que ella escogía esa música que daba un acogedor ambiente a la fresca mañana. Se oía a Javier Solís o quizás era José Alfredo Jiménez. ¡Qué cosa más bonita era eso! La seguí a la sala para ver que hacía. No se sentó. Se puso cerca de la escalera y le gritó a mi tía que bajara. Yo feliz por haber ido tan temprano y descubrir esos detalles. Ella me guio hacia la cocina mientras se recogía su débil cabello canosito, y sin que me diera cuenta, ya lo había trenzado tan perfectamente y me percate que sólo uso dos o tres pasadores, sacados de su mandil para sujetar su trenza… ¡Dios! A eso le llamo herencias en vida. Me emocioné por ir a su cocina y puse una sonrisa que ella no notó y quería comerme todo lo que ahí hubiera, yo era regordeta y muy feliz. Sólo había que esperar. La pequeña tele de la cocina estaba apagada. Sabía que si la prendía estarían las películas en blanco y negro de los ídolos de México. Pero sólo ella caminó hacia su estufa y puso agua caliente para darme café y ofrecerme un pan con nata y azúcar.
Ahí se corta mi memoria.
Ahora, que por las frías mañanas que esta época me ofrece, esos mismos colores y esa estampa de luz que recuerdo, pongo muy temprano esa misma música y escucho atentamente el canto fuerte y vivo del canario blanco que heredé de mi abuela, con su bella trenza y sus lentes, después de su partida.
Cecilia Ávila Velázquez.