La noche de abril en que llegué estaba nublada y lluviosa. Las plateadas siluetas del pueblo se extendían sutilmente por la niebla dispersa, audaces, casi como cantándole al cielo. Fina y sinuosa, despuntaba una arcada gótica entre las nubes. Los ventanales amarillentos del iluminado Ayuntamiento se suspendían en el aire como sostenidos por una cuerda invisible. En torno a la estación ferroviaria soplaba un viento dulce y seco, con aroma a carbón, a jazmín, a fragantes praderas.
El único carruaje del lugar aguardaba, polvoriento e indiferente, ante la Estación; debía ser un pueblo muy pequeño, pero que poseía, eso sí, una iglesia, un Ayuntamiento, una fuente de agua, un burgomaestre y un carruaje. El caballo era color pardo, chueco, con manchas medio rojizas en los cascos y desprovisto de anteojeras. Sus ojos saltones miraban afectuosamente la Plaza. Al relinchar, ladeaba la cabeza como alguien que se apresta a estornudar.
Monté en el vehículo y contemplé a los hombres en la calle, cargando baúles y revoloteando sombreros. Escuché lo que se decían unos a otros y pude presentir la pobreza de sus destinos, la pequeñez de sus existencias, la estrechez y la tenuidad de sus penurias. Por sobre los campos, a ambos lados de la calle, la niebla se acumulaba como plomo fundido, dando la sensación de un horizonte de mar e infinitud; de allí que los sombreros, los hombres, sus comentarios y el carruaje por igual resultarán tan risibles e insignificantes. Ese mar a ambas orillas me parecía real y su quietud de veras e intrigaba. Acaso está muerto, me decía. La chimenea de una fábrica, emergida súbitamente junto a una esquina de casas blancas, resultaba inquietante a pesar de su delgadez y semejaba un faro abandonado.
Unas eventuales personas acampaban a las lindes del camino: avanzadas de la ciudad. Mostrábanse tranquilas y confiadas, y yo hasta casi podía ver en su interior. Una madre bañaba a su hijo en un barril; el recipiente tenía un feroz y lustroso ceñidor de hojalata, que hacía chillar al niño. Un hombre sentado en una litera se hacía quitar una de sus botas por un joven de rostro enrojecido y tenso; la bota estaba embarradísima. Una vieja mujer barría con la escoba los tablones de las barracas, y pude adivinar su próxima tarea: recogería el mantel azul y rojo de la mesa, se acercaría a la ventana o a la puerta y sacudiría las migas en el pequeño jardincito.
Sentí entonces compasión por el niño en el tonel, por el muchacho que halaba de la bota, e incluso por las migas de la mesa. Las mujeres de cierta edad que limpian incluso de noche no han de ser buenas: mi abuela, que se parecía en todo a un perro, de noche pasaba siempre la escoba. Yo era muy chico y odiaba a mi abuela, odiaba la escoba, y me gustaba en cambio jugar con pedacitos de papel, colillas, y toda clase de desperdicios. Antes de que mi abuela barriese, juntaba todo lo que estaba tirado en el piso y me lo metía en el bolsillo. Lo que más me agradaba eran los palitos: de todas las cosas del mundo, eran las que prefería. A veces, cuando llovía, me asomaba por la ventana. Por las olas de los innúmeros torrentes pluviales un palito podía nadar, bailar, girar displicentemente, sin sospechar que más adelante lo esperaba el desagüe, listo a tragárselo. Yo solía correr alocadamente por las calles aun con las lluvias torrenciales y furiosas, que me azotaban la piel, en pos de rescatar un palito antes de que se sumergiera en la fosa.
Vi mucha gente aquella noche. O en este pueblo todos se iban a dormir muy tarde, o la sensación de espera que flotaba en aquella noche de abril los mantenía a todos muy despiertos. Cuantos se me cruzaban en el camino parecían tener un significado propio, cual si portaran un destino determinado, cual si fueran en sí mismos un destino: dichosos o desdichados, pero de ninguna forma indiferente u ocasionales; tal vez no eran más que borrachos, por cierto. En los pueblos pequeños la gente no sale porque sí a pasear de noche. Sólo los amantes, las mujerzuelas, los vigilantes, los locos y los poetas lo hacen; los indiferentes y los hijos del azar se sienten más seguros en su casa.
En el centro de la Plaza municipal se erige el fundador del pueblo, un obispo de piedra en actitud alerta. Luce tan central e importante… Creo que los lugareños lo dan por muerto y sepultado. Le pasan por adelante y no lo saludan; ni siquiera se abstienen de revelar secretos o cometer delitos en su presencia. ¿Para qué lo tienen ahí en lo alto, todavía?
De veras me daba lastima el pobre obispo, que tanto se habría preocupado al fundar ese pueblito. Tenía el rostro amargado propio de quien ha aprendido lo que es la ingratitud del mundo. Le prometía aquella noche recabar todos sus datos históricos, pero nunca lo hice, pues incluso en este lugar los vivos tenían sus propias historias, que me circundaban y me seducían. Y además era primavera, y la verdad es que en esta estación por lo general me tienen sin cuidado los obispos y los fundadores.
A la mañana siguiente ya me sabía un par de esas historias.
Sabía que el cartero renqueaba desde pocos días atrás y que no era rengo de nacimiento. El pobre bebía poco, tan sólo dos veces al año: en su cumpleaños, que era el quince de abril, y en el aniversario de la muerte de su hijo, que se había suicidado en la gran cuidad. La borrachera le duraba bastante y lo tenía a los tumbos durante tres días por los muros del pueblo, hasta que el pobre recuperaba la lucidez. Así que por tres días los lugareños no recibían correspondencia ninguna; las relaciones con el mundo exterior se suspendían temporariamente.
Una semana atrás, hacia el quince de abril, el cartero, borracho, se había tropezado y se había torcido un pie; por eso ahora renqueaba.
Y ésa no era la única historia.
En el hotel en el que me alojaba olía a naftalina, almizcle y flores viejas. El salón comedor, ubicado tras el depósito, era por demás humilde, con techos abovedados y paredes recubiertas con planchas rectangulares y parduzcas que ostentaban refranes escritos. Anna, la encargada, reclinaba su brazo derecho en el marco de la ventana y cuidaba de que no se vaciaran las jarras de vino, las cuales, en efecto, jamás se vaciaban. Pues los clientes bebían muchísimo y empezaban a golpear los trastos si Anna los desatendía.
Anna tenía por entonces veintisiete años y usaba una rubia melena prolijamente alisada; de hecho, siempre lucía como si acabara de ponerse bajo un chorro de agua. Su rostro era tan blanco y terso, tan frescos y tersos se mostraban en su rubia humedad sus mechones de pelo, recogidos desde la frente misma… Tenía manos gráciles y vigorosas pero un poco temblequeantes, y siempre me dio la sensación de que se avergonzaba de ellas.
Era oriunda de Böhmen y amaba al ingeniero. Dicho ingeniero era a su vez el director de la fábrica en la que trabajaba el padre de Anna. Y Anna había tenido un hijo con el ingeniero.
El ingeniero se había casado y le había dado a Anna algún dinero para el niño y para los viajes, así que ella era ahora una mesera en este pueblito.
Cierta vez entré accidentalmente en el cuarto de Anna y vi la fotografía de su hijo: un bello niñito, con los puños alzados al aire y devorándose el mundo con los ojos. Anna guardaba silencio y contaba su historia muy parcamente.
A mí no me gustaban los ingenieros de esa clase; en cambio, estaba enamorado de Anna.
—¿Todavía lo quiere? —le pregunté una vez.
—¡Sí! —contestó ella. Lo dijo de un modo tan neutro y tan decidido que parecía más bien una notificación oficial.
En el pueblo había un cine. El propietario era un judío comerciante en telas. Había puesto un cine porque era un sujeto muy hábil e industrioso y le dolía en el alma no tener nada que hacer los domingos, así que atendía su negocio los días de semana y los domingos, se dedicaba al cine.
A ese cine fui con Anna.
En el pueblo había también una Biblioteca. El joven que tenía a su cargo atender a los eventuales visitantes —así como limpiar cuando no había nadie— era muy pálido, románticamente pálido y delgado, casi como un poeta resucitado, y lucía un copete de pelo amarillento que le caía de forma ondulante desde la cabeza. Usaba siempre una escalera portátil con la que solía pasearse detrás del mostrador y que dominaba mejor que cualquier pintor de brocha gorda. Hubiérase dicho que sólo había aprendido a moverse con esa escalera. La Biblioteca contaba con ejemplares muy buenos y antiguos para otorgar en préstamo, y también a la Biblioteca fui con Anna.
Anna se ponía muy contenta.
A menudo se me antojaba que Anna pudiera ser cariñosa conmigo. Amo las mujeres cuyos favores vierten como de un manantial silencioso, infructuoso e infatigable a la vez, cuyo caudal nada siempre contra la corriente hasta que, a falta de otra vía de escape, se hunde cada vez más en las profundidades y llega a tocar fondo. Amaba a Anna. No podía huir de su influjo. Ella ni imaginaba cuán extraviada estaba llevando esa vida al revés, negándose a cada nuevo deseo en pos de añorar el pasado.
Aún no he hecho mención del Parque, en el cual florecían todos los amores del pueblo. Las «lluvias de oro» pululaban plácidamente por entre tilos y castaños. Los bancos no estaban diseminados a lo largo de los caminos, sino en medio de los espacios verdes. Se me ocurría que el mismísimo obispo había plantado esos bancos cuando todavía eran jóvenes, y a cada nuevo año que pasaba ellos crecían un poquito más. Sus patas habían echado raíces firmes en ese suelo esponjoso.
Los domingos después del cine, iba con Anna al Parque.
Una vez vimos a una pareja besarse, y Anna se rió.
—Anna no está bien reírse de los enamorados —le dije—. No me gustan las personas que mienten así.
Eso la hizo dejar de reír.
Al volver a casa nos enteramos de que el dueño del Hotel la había estado buscando, pues había llegado un nuevo huésped. Llevaba un maletín de cuero nuevo y crujiente, con costuras verdes y rojas. Tenía rulos negros y ojos ardientes, y podía con igual destreza tocar la mandolina y seducir a las muchachas. De haber podido echar una mirada en su cartera, yo habría visto seguramente una verdadera colección de bucles multicolores, mechones rubios y rosadas cartas de amor. Pero tal cosa no sucedió.
El recién llegado bebía cerveza en lo del dueño, pero le hubiera convenido tomar vino, ya que la cerveza parecía caerle no muy bien. Se hacía servir por Anna y era muy cortés. Hablaba en voz muy alta y con palabras ampulosas, por lo cual se me antojaba pensar que su habla acaso fuera igual a su probablemente retorcida firma.
Esa noche noté que mi lámpara fallaba. Abría la puerta y fui al cuarto de Anna. Ella estaba en camisón y lloriqueaba. Sentada en la cama, lloraba con tal persistencia que ni advirtió mi entrada.
Entonces dijo:
—¡Se le parece en todo!
El nuevo huésped, en efecto, se le parecía en todo al ingeniero.
—¡Esto es horrible! —dijo Anna.
Desde esa ocasión en adelante, nos amamos ya sin ocultárnoslo. Anna podía ser muy cariñosa e incluso hasta celosa, mas lo cierto es que a mí ni me interesaban las otras mujeres de este pueblito.
Sólo en una determinada circunstancia me conmovían: en las doradas tardes de primavera, cuando se las podía ver con sus parejas, por los campos. Acudían allí para renovar el mundo. Crecían, se enamoraban y parían. Daban inicio a su labor maternal en la primavera y la contemplaban a lo largo del año. Parecíanme entonces como abejorros sobrevolando los bosques en enjambres, ebrias y aun deseosas de más embriaguez, candorosas y aun diligentes, tratando de cumplir con todos los preceptos religiosos.
Más tarde, a la noche, seguían ellas rodando por los pisos de las casas aferradas a los labios y los mostachos de sus hombres, sonriendo agradecidas hasta la sumisión por cada palabra tierna que pudieran albergar en su seno. ¡Qué bellas esas noches en las que grillos y mujeres canturreaban sin pausa!
Y qué bellos eran también los días de lluvia.
Las muchachas se asomaban por las ventanas leyendo libros de la Biblioteca y comiendo pan con manteca. Un paraguas se bamboleaba por una callejuela y protegía al elegante y delgado escribano del pueblo, que parecía una langosta haciendo equilibrio.
Los palitos bailaban, se arremolinaban, giraban y flotaban desprevenidamente hacia la perdición del desagüe. Yo ya no trataba de detenerlos, si bien no dejaba de sentirme obligado a hacerlo. Y es que la lluvia, los palitos indefensos, las canaletas y yo formábamos un todo homogéneo. Tal vez había que sumar ahora al pobre escribano… Los días de lluvia se pintaban de gris, los palitos se ahogaban, las canaletas se los tragaban, y el escribano buscaba refugio por las calles. La verdad es que yo debería haber acudido en ayuda de los palitos. Cada uno tiene una tarea en el mundo.
Acostumbraba levantarme muy temprano. Anna seguía durmiendo, así como el dueño y el recién llegado. Las botas de los huéspedes permanecían ante las puertas, aún sin lustrar, como vestigios del ayer. En el patio, el perro iba y venía, bostezando y buscando huesos debajo del viejo carruaje de la casa, que yacía con su pértigo inutilizado delante del cobertizo, cual un vehículo desenterrado. Jacob, el cochero, roncaba redondamente bajo el tinglado, fornido y apasionado como era, entonando un verdadero himno a la naturaleza y a la salud. Su ronquido no era en absoluto ridículo: resonaba poderoso y decidido, como un sonido natural, un trueno asordinado, una cornada de ciervos. Hacia las cinco, se oían de lejos y como salidas de una dimensión trascendental las sonoras bocinas de los molinos de vapor, y Jacob, el cochero, se despertaba. Debía dormir vestido, pues acudía al unísono con la última sirena ya enfundado en su chupa, con los pantalones y las botas puestos, sin gorro, con el rostro arrugado como un pergamino, y juntando agua con las manos en cuenco se enjuagaba la frente y los ojos. Atravesaba entonces el patio en dirección a la casa, grávido y cansino, como si cada pierna fuera un árbol que había que extraer de raíz para poder dar un solo paso.
En la esquina más cercana, Käthe habría su ventana y contemplaba la ciudad. Yo la saludaba siempre. Jamás había hablado nunca con ella, ni tenía tampoco nada de qué hablar, pero igual la saludaba, porque ella miraba por la ventana y porque a la mañana temprano el mundo no parecía ser el de siempre sino uno mucho más primordial, como el de los primeros días, quizás un par de años después de la Creación, cuando todos los hombres eran como veinteañeros que se amaban y eran por ende buenos unos con otros. Ya entrado el mediodía, en cambio, cuando volvía a casa, el mundo ya era como mil años más viejo y yo no saludaba más a Käthe, pues no estaba bien en un mundo tan avanzado saludar a una muchacha con la que ni se había hablado antes.
A través del Parque dejaba oírse el crepitar de una barriguda rociadora, que regaba la hierba y los espacios verdes. Un mirlo revoloteaba con ágiles piruetas en torno a la rociadora y golpeaba con el ala izquierda el chorro de riego. Las alondras, siempre de vacaciones, canturreaban invisibles por doquier. Alrededor de los bancos situados en medio del Parque, el pasto se dejaba ver un poco fatigado y maltrecho a causa de los amoríos nocturnos. Y frente a mí pasó, entonces, el oficial asistente ferroviario, rumbo a su trabajo.
Yo detestaba a ese dichosos asistente. Era pecoso e increíblemente alto. No bien lo veía me daban ganas de mandarle una carta al Ministro de Transportes. Quería proponer a ese desagradable empleado para que le otorgaran el manejo de un telégrafo perdido en algún punto remoto entre dos pueblitos. Pero el Ministro no me hubiera hecho jamás ese favor.
De veras no tenía ni idea de por qué odiaba tanto a ese empleado. Era extraordinariamente grande, pero yo no siento ningún desprecio fundado por lo extraordinario. Me daba la impresión de que tenía en mente unos designios demasiado altivos y eso me sacaba de quicio. Parecíame que desde su juventud no había hecho otra cosa que crecer y sacar pecas. Y además tenía el pelo rojo.
Usaba siempre su uniforme y una capa roja. Avanzaba dando pasitos cortos, aun cuando podía marchar a toda velocidad con sus largas piernas. Pero iba despacito, y seguía creciendo, y creciendo.
Todavía hoy no sé gran cosa sobre ese asistente. Pero ya entonces hubiera podido jurar que andaba metido en más de una insospechada bajeza.
Un hombre así bien podía hacer chocar a un tren en el que viajara alguno de sus enemigos y echarle luego la culpa al maquinista. Sin duda que era peligros tomar el tren con alguien semejante a cargo.
Un hombre así, pensaba yo, no sería capaz de sacarse la capa roja ni por una mujer. Al hacer el amor, debía apoyar cuidadosamente su capa con la abertura hacia arriba, sobre una silla. No olvidaría plegar prolijamente los pantalones, y claro que ni podía imaginar lo que era sentirse agradecido para con una mujer. De seguro podía sorprender a cualquiera de ellas con sus trampas. ¡Y hasta era celosos!
Apenas lo veía, se me ocurría mandarles una carta a todas las mujeres del orbe: «¡Señoras, cuidado con el oficial asistente del ferrocarril!».
A Anna tampoco le caía muy bien. Una vez me preguntó:
—¿Por qué lo odio?
Y como yo no sabía qué decirle, le conté la historia de mi amigo Abel y la mujer de su vida.
Abel, mi amigo, soñaba con Nueva York.
Abel era pintor, caricaturista mejor dicho. Tal vez había empezado a hacer dibujos antes de poder sostener una lapicera, siquiera. Apreciaba las bellezas modestas y le gustaban los lisiados y los deformes; era del todo incapaz de hacer una línea recta.
Apreciaba asimismo las pequeñeces de las mujeres. Los hombres suelen amar en la mujer una perfección que imaginan ver. Abel, en cambio, desaprobaba la perfección.
El mismo, de hecho, era muy feo, y por tanto las mujeres lo adoraban. Las mujeres intuyen la perfección o la grandeza tras la fealdad masculina.
Una vez había estado en Nueva York. En el barco había visto por primera vez en su vida una mujer hermosa.
Al desembarcar en el muelle, esa mujer le prodigó una mirada en los ojos. Y él se tomó el primer barco de vuelta a Europa.
Anna no comprendía la relación entre Abel, mi amigo, y el asistente.
—¿Por qué me hablas de Abel? —me preguntaba.
—Anna —le dije—, todas las historias están relacionadas, ya sea porque son similares, ya porque se contraponen. Entre el asistente y mi amigo Abel hay una diferencia, muy banal: Abel, mi amigo, descansa bajo la tierra, y el asistente seguirá vivo y algún día será el Jefe de la Estación. Abel, mi amigo, tuvo un anhelo. El asistente no tendrá nunca jamás otro anhelo que no sea el de llegar a ser Jefe. Abel, mi amigo, se fue de Nueva York porque había mirado a los ojos a la mujer de su vida. El asistente jamás se irá de Nueva York por una mujer.
Di por sobreentendido que ahora Anna sí había comprendido esa íntima relación. Pero ella me abrazó y me preguntó:
—¿Te irías de Nueva York por mí?
Esa noche amé mucho a Anna, ya que sabía que jamás abandonaría Nueva York por ella. Temía confesárselo y por eso la amaba más todavía. Era muy cobarde y me comportaba muy virilmente. Pero al cabo Anna entendió todo y rompió a llorar. Ahora me parezco al ingeniero, pensé.
Me fui a la mañana siguiente, mientras ella dormía. Anna percibió que me estaba marchando y tanteó débilmente, aún entre sueños, a su alrededor ya vacío.
Llovía, así que me metí en la Cafetería.
El camarero llevaba un frac lleno de arrugas y una pesadísima cartera de cuero a la derecha de su cintura. Se llamaba Ignatz, y así le decían. No parecía tener otros nombres. Yo me limité a gritarle:
—¡Mozo!
Ignatz atendía allí de noche y de día. Dormía tendido sobre un par de sillas, en la cafetería, y de ahí lo estropeado de su traje. Nunca usaba los bolsillos laterales. Tenía los costados de su cuerpo algo achatados, como un pez. Sus brazos pendían como aletas dorsales camufladas, con las puntas flojas. Y además tenía ojos de pez, grandes y grisáceos, y unas manos frías y húmedas. No me agradaba el tal Ignatz, que no quería ser mozo. Leía todos los diarios y hablaba de política con los comensales. Quería ser un político de todo corazón. Pero seguía siendo un mozo y no estaba contento. Daba siempre la impresión de que le echaba la culpa de su frustrada carrera a los clientes. Recogía el dinero y agradecía fríamente.
Cierta vez entre al lugar con Anna e Ignatz exclamó:
—¿Cómo le va, señorita Anna? —fregándose a la par la mano derecha en su cartera para darle a Anna la mano seca.
—¿Cómo le va, Ignatz? —lo saludó ella, dándole a su vez la mano.
Y dado que él seguía con el apretón de manos, le grité:
—¡Mozo!
Recién entonces se consideró saludado y se alejó.
En una pared de la Cafetería colgaba un enorme calendario.
Cada mañana, a las ocho, entraba allí el Director del Correo, un anciano de barba blanca. Caminaba muy erguido y usaba unos pantalones muy largos con espuelas en las puntas de las botas, tal vez para proteger las botamangas. Era sabido que había servido en la Artillería.
El Director tenía los ojos de un azul ten increíblemente oscuro que yo me inclinaba a creer que se los había mandado hacer por un técnico óptico. También sus patillas eran de un blanco fantástico. Acaso se las empolvaba al levantarse, o antes de irse a la cama.
Cada mañana, el Director arrancaba una hoja del calendario de la Cafetería. De haber sido por Ignatz, hubiera estado siempre ante la vista el primero de enero, pero el Director se encargaba de que cada día de la semana tuviera su correspondiente nombre y fecha.
Me caía muy bien, el Director del Correo.
El Parque, en el que florecían los amores, no se hallaba en el centro exacto del pueblo, sino en un extremo, camino a las praderas. A la salida había una posada en la que yo solía cenar. Y enfrente estaba el Correo. Era un edificio bastante nuevo, de paredes blancas como la nieve, rematadas a la cal; en el frente pendía un escudo, y en el portal verde, de dos hojas, había un timbre. Era el único edificio del pueblo que tenía dos pisos de alto.
En el segundo piso vivía el Director.
Una hoja de la ventana de ese piso siempre estaba abierta. Yo pensaba: la ventana abierta muestra el lugar donde vive el Director. Debe mirar cada tanto al cielo para que sus ojos sigan siendo azules. El Director es como un niño, y tiene una esposa ya vieja, con el pelo encanecido. Conversaban sólo por las tardes, el Director del Correo y su mujer.
En aquella posada me sentaba siempre de forma tal que pudiera ver esa ventana abierta. Tenía la esperanza de que alguna vez el Director se asomará a contemplar el cielo. Pero no era su hábito. Cierto día se sentó en la ventana una mujer bellísima y miró al cielo.
Su belleza me estremeció a tal punto que no pude sino clavar mi mirada sobre ella, a través de la ventana de la Posada, y ella en seguida lo advirtió, y me miró a su vez. Absorto como estaba, la saludé. Ella me saludó. Desde entonces se asomó periódicamente a la ventana.
Siembro mis experiencias como si fueran una parra silvestre: me siento a verlas crecer. Soy haragán, la nada es mi pasión. Por eso, desde que había visto a la muchacha en la ventana vivía en un estado de excitación que sólo había sentido en mis mocedades. Me sentía aún parte activa del mundo, un palito flotando en el torrente de sucesos. Lloraba por la pérdida de cualquier insignificancia, por ejemplo, un cucurucho de papel. Ahora que soy viejo, en cambio, ya no lloro ni río: me he elevado por sobre el dolor y la alegría.
Pero en aquel entonces si me conmovían el dolor y la alegría, y me dejaba arrastrar por las nimiedades.
La muchacha miraba por la ventana cada mañana, cuando yo pasaba. Y cada mañana saludábala yo. Al tercer día, se rió.
De esa risa aprendí que nada es fútil bajo el sol. Esa sonrisa del tercer día fue para mí un gran acontecimiento.
Su rostro era pálido y pequeño. Sus ojos negros relucían cual su estuvieran pulidos. Sus lisos cabellos caían hacia atrás. Sus hombros se encogían tímidamente.
Incluso cuando llovía se asomaba ella por la ventana abierta. Yo permanecía en la Posada, mirando a través del vidrio empañado por la lluvia. Cada tanto me veía obligado a limpiar el cristal. Y la muchacha se reía a cada nuevo desempañe. Una vez, dos hombres ocuparon la mesa de la ventana en la Posada y yo, en vez de sentarme a comer, salí y empecé a caminar de un lado a otro para hacer tiempo, asemejándome cómicamente a un vigilante. Tenía puesto el abrigo y caminaba despacio, dando grandes trancos. Por mis ropas se deslizaban las gotas. La gente se detenía en el portal del Correo o en la entrada de la Posada y esperaba a que la lluvia menguara un poco. Cuando tronaba, se apretujaban todos y dejaban de hablar. Muchas veces me miraban. Una joven campesina con sandalias y unos provocativos senos, que se hamacaban por el frío y la agitación dentro de la blusa mojada, me tiró de una mango y me señaló un lugar vacío. Pero yo me alejé más aún, y allá arriba se rió la muchacha.
Los hombres se asomaron a su vez por la ventana y se rieron. La joven también. Cuando observé a mí alrededor, comprendí que a lo mejor todos ellos estaban desconcertados conmigo y me tomaban por loco.
Pasó una semana de estos sucesos, y le conté a Anna sobre la muchacha. Anna se me rió en la cara.
—¿De qué te ríes? —le pregunté—. Amo a la muchacha de la ventana.
—¿Por qué no vas a verla?
—¡Quiero hacerlo!
—Bueno, mejor no lo hagas —repuso Anna—. Quizás la amas de veras.
Nunca olvidaré aquella vez en que el Director se paró junto a la muchacha de la ventana. Lo saludé, y él me devolvió el saludo. Tan confiadamente como si yo fuera su mejor amigo.
Anna me contó que la muchacha era su sobrina.
Decidí acudir al Director.
Pero pasaron dos semanas, y aún no había ido. Quería presentarme y decirle: «Estimado señor Director, respeto de buen grado sus ojos, sus espuelas e incluso sus larguísimos pantalones. Pero amo a esta muchacha. Creo que es la mujer de mi vida. No voy a abandonarla, como hizo mi amigo Abel».
Y entonces le contaría la historia de mi amigo Abel.
El Director se reiría y se pondría de pie, y sus espuelas tintinearían tenuemente, como plateados platillos que recién están aprendiendo a percutir como es debido.
La muchacha comprendería mis historias y no haría preguntas como Anna.
La muchacha es del todo distinta.
También sabía que decirle a la muchacha.
Así que me fui a la gran ciudad, a fin de enviarme dinero a mí mismo, y escribí mi apellido al revés y sólo la inicial de mi nombre de pila. Luego regresé y me puse a esperar a que me llegara el giro.
Vino el cartero, y estaba muy excitado, por cierto, pues hacía dos años que no le tocaba entregar dinero. Hacía mucho tiempo ya de eso, y ahora el pobre no cesaba de repetir el procedimiento a seguir y me pedía los documentos. Se dejaba el gorro puesto aun cuando estaba en mi cuarto, pues estaba de servicio.
Me quería dar el dinero en cuestión, pero yo le objeté:
—Mi apellido está escrito al revés.
—No importa —dijo él.
—¡Ah, no! —exclamé—. Lléveselo al Director y consulte con él si se me debe entregar este dinero.
Más tarde, debí esperar diez o quince minutos a que me atendiera el Director en persona. Pero hablamos tan sólo del dinero, y él no tenía ninguna duda de que yo era el destinatario legal. En este pueblito no había otro que se llamara como yo o en forma parecida.
—Sí, es un pueblito de lo más tranquilo —observó el Director, intentando con ello hacerme un cumplido. Y luego agregó—: ¿Dónde cree que está? Nadie lleva por aquí un nombre tan bonito y sonoro como el suyo.
Sus espuelas tintineaban apenas, como platillos casi nuevos, y todo era tal como podía habérmelo imaginado. Sólo que ni se habló de la muchacha de la ventana.
Cuando salí, miré hacia la ventana: allí estaba el Director. Lo saludé una vez más, y me hizo un gesto. Pensé entonces que ése hubiera sido el momento propicio para volver y hablarle de la muchacha. Pero siempre que se me presenta la ocasión justa, no soy capaz de aprovecharla.
Todo en la vida envejecerá y se consumirá: las palabras y las situaciones. Todas las ocasiones oportunas ya han sucedido. Todas las palabras ya han sido dichas. No puedo repetir ni las palabras ni las situaciones. Es como si llevara siempre puesta una ropa ya pasada de moda.
Aquella tarde, la muchacha no se asomó a la ventana. Me irrité.
Me fui al Hotel y empaqué. Anna llegó y me preguntó:
—¿Cuánto tiempo estarás afuera?
Jamás se le había ocurrido siquiera que yo me podía ir para siempre.
—¡Dos días! —respondí, y no sentí ni un atisbo de remordimiento por decir mentiras. ¿Qué era una mentira frente a Anna? La muchacha de la ventana ya no estaba allí, y en lo del Director se me había escabullido la ocasión oportuna.
—¿Estuviste en lo del Director del Correo? —me preguntó Anna.
—Sí —contesté—. Pero a la mucha de la ventana hoy no la he visto.
—Estará enferma —comentó Anna.
—¿Enferma? ¿Por qué lo dices?
—Está enferma, ¿no lo sabes? ¡Muy enferma! Tuberculosa y paralítica. Por eso no sale nunca a la calle. ¡Pronto morirá!
Anna dijo todas estas cosas muy rápido. Sus palabras parecieron dar piruetas en el aire. Empero, pude oír cada sílaba, seca e incisiva. Y cada una de esas sílabas se hundió en mi mente como una pesada moneda en una fuente con cera derretida. Miré a Anna, con su pelo liso y recogido, lustroso como si acabara de mojárselo. Anna no se va a morir, pensé.
¡La muchacha de la ventana se va a morir, a morir, a morir!
Yo no podía hablar jamás con ella. Por eso había desperdiciado la ocasión indicada: no porque yo no sepa afrontarlas, sino porque ella estaba enferma.
—Anna —dije—, ahora me voy definitivamente.
—¿Porque ella está enferma? —preguntó, burlándose.
—Sí.
—¡Pero yo estoy sana! —exclamó.
En ese instante, su rostro lucía triunfal, pálido y frío.
—¡Te acompaño al tren! —dijo.
Y Anna me acompañó hasta la Estación.
Justo llegaba un tren, y quise ir enseguida a la boletería. Entonces apareció el viajero y me saludó. Llevaba su habitual maletín de cuero y olía a alguna pomada.
Anna se aferró a mi brazo y me detuve.
—¡No te vayas! —exclamó.
Ya no lucía tan triunfal como antes. Más bien parecía ahora un animalito indefenso y asustado, acorralado contra un precipicio, como una ardilla acorralada en un páramo.
El viajero se me acercó y dijo:
—¡A sus ordenes! —y— ¡buenas tardes! —y— ¿recién llega, o ya se marcha?
—No —respondí—, acabo de llegar. —Y regresamos al pueblo.
No dormí en toda la noche, de tanto pensar en la muchacha moribunda. Desde que sabía que ella pronto moriría, me sentía con más derecho todavía a poseerla. Casi podía sentirla a mi lado, casi podía tocarle las manos. Ahora ella forma parte de mis propiedades.
Ni se me ocurría pensar en que ella ya estaba enferma desde antes, pues para mí, recién ahora lo estaba. Se va a morir, pensaba yo, y me sentía como alguien a quien en un rato le sería embargado un objeto preciado.
Pasé la mañana siguiente caminando delante del edificio del Correo. El Director se asomaba a cada hora y me miraba, seguramente asombrado. Hacia el mediodía se fue a su casa y lo saludé; me respondió y volvió a sorprenderse. Más tarde, alrededor de las tres, él regresó y me encontró aún yendo de aquí para allá. Iba y venía yo mecánicamente, como un reloj de péndulo propulsado por sus ignotos engranajes.
Al atardecer, me senté en la Posada y alcé la vista: la ventana se abrió, y ella se asomó.
Me pareció que me saludaba precipitadamente. Acaso había creído que hoy yo no me presentaría debido a que el día anterior ella había estado enferma. Mantuve mi vista en lo alto sólo por un momento, y en mis ojos se dibujaron miles de palabras.
Si hubiera hablado tres días seguidos, no podría haber dicho tanto.
Estaba estúpida e infantilmente excitado. Ella había comprendido, al parecer, lo que le había dicho. Entonces cerró la ventana, como si ya estuviera oscureciendo, y en su cuarto se encendió una intensa luz, tras lo cual las cortinas se cerraron. A través de las finas e iluminadas telas se dejó ver la enorme silueta de un hombre. No era la silueta del Director, pues de haberlo sido, hubiese tenido patillas. Se trataba de un hombre sin barba. Tal vez su hermano.
Di vueltas por el Parque durante una hora más. Las personas seguían amándose en los bancos y en la hierba. Me topé con innúmeras mujeres de pelo suelto y una chocante frivolidad, paseándose a la espera de sus hombres, ebrios y extraviados por ahí. Su andar resultaba excitante por lo titubeante de su rumbo. Se comportaban como trompos que habían sido puestos a girar por algún poder desconocido y que ahora, con la acción de esa extraña fuerza presta a agotarse, aún seguían oscilando como por arte de magia, dando sus últimos y trémulos giros cansinamente, en vana busca de un punto de apoyo del cual aferrarse o bien de un equilibrio permanente.
Todos estos seres, pensé, están sanos y no van a morir.
Encontré a Anna en su cuarto, sentada en camisón al borde de la cama y lloriqueando. Tenía las manos en una posición poco habitual para estar llorando. Daba la sensación de que su llanto infatigable y continuo no le surgía del alma sino como de algo exterior a ella, algo extraño, repentino, avasallante, contra lo cual era inútil luchar y que a la vez no tenía sentido ocultar.
Esa noche amé a Anna como la primera vez, con todo el afecto y la dicha con que se desenvuelve un regalo recién recibido.
A la mañana siguiente presencié la última historia de este pueblito.
Muy temprano, el viajero estaba ya en la cafetería, comiendo pastelitos. En vez de comer con la mano usaba trabajosamente un cuchillo y una cucharita, dado que era muy fino y quería mantener sus buenos modales. Se demoraba mucho en comer esos pastelitos, claro está. Al cabo, se puso de pie, se dirigió al calendario que colgaba en la pared, y arrancó enérgicamente la hoja correspondiente al día de ayer, dejando ver el hoy, el nuevo día, cual un dios altivo y poderoso. Me estremecí ante la llegada del Director.
El Director del Correo se ocupaba desde hacía décadas de arrancar la hoja del calendario y descubrir así el nuevo día, cauta y mansamente, no como un dios sino más bien como un siervo de Dios. Pero hoy se horrorizaría al mirar el calendario y no alcanzaría a comprender ni los días, ni las fechas, ni el mundo en sí.
Así que resolví tomar el papel recién arrancado, lo alisé y lo coloqué lo mejor que pude en su sitio.
El viajero me miró y dijo:
—Estimado señor, ¡hoy es 28 de mayo!
Casi me asusté al escucharlo decir la fecha, y aunque era una cosa de los más sencilla y ya sabida por todos, me dio la sensación de que me había revelado un profundo secreto con una grosería desfachatada.
¡El 28 de mayo!
En ese instante las campanas batieron las ocho y media, el Director entró, sus espuelas resonaron tenuemente y con cierta petulancia, como si dieran unas risotadas, y él procedió, imponente, a llegarse hasta el calendario y descubrir oficialmente el nuevo día. ¡Ahora sí podía decirse que era 28 de mayo!
Ese 28 de mayo sería uno de los días más importantes de mi vida. Tomé la determinación de partir.
¿Qué más tenía que hacer yo en ese pueblito? La muchacha de la ventana pronto había de morir, Anna me acongojaba, su sola mirada me hería, y no podía ayudarla. Me conocía de memoria al cartero y a las plateadas espuelas del Director. Käthe, pensaba, se asomará cada mañana a la misma hora y nada pasará si yo ya no estoy allí para decirle «buenos días». Y ya era 28 de mayo.
Ya no podía quedarme más allá del 28 de mayo. Casi inadvertidas para mis ojos, las espigas de los campos volvían a levantarse. Si se hubieran apilado media docena de liebres, ni siquiera se habría divisado la punta de las orejas de la de más arriba. Se trataba de un año particularmente bendito, y las huertas estaban tan densas y tupidas con flores blancas que se hubiera podido caminar descalzo sobre el suelo sin que éste percibiera más que una sensación lejana.
También se veían nubes que no se alborotaban en el cielo impulsadas por su juventud o por la mera pasividad, sino que se acomodaban con prudente laboriosidad, o bien algunas cuyos vientres henchidos rodaban en pos de cumplir con su misión. El 28 de mayo ya se sabe lo que se quiere.
Es tan gracioso, pensaba, que me la pase esperando tarde tras tarde delante de la ventana de una muchacha que pronto se va a morir y a la que nunca podré besar. Ya no soy joven. Cada día es una tarea por delante, y cada hora que pasa es como una ofensa a la vida.
Una vez soñé con un puerto gigantesco. Escuché un intenso crujido como de veinte mil barcos y el bramido de los atareados marineros. Vi grúas gigantescas elevándose y desplomándose, firmes y decididas e infatigables, cual si no fueran operadas por meros hombres sino por la propia voluntad divina: no las convulsiones del hierro, sino la grácil soltura de las fuerzas naturales.
Otra vez soñé con una ciudad enorme, acaso Nueva York. Respiré el ritmo crepitante de su vida, sus calles largas, alocadas, anchas, incesantes, pobladas por personas, señales de tránsito, adoquines, faroles, anuncios, sin que yo supiera el dónde ni el por qué. La ciudad no estaba quieta sino que corría. Nada estaba quieto. Fábricas enormes humeaban a través de colosales chimeneas. Cerré los ojos unos segundos, para escuchar las melodías de todo este tráfago. Resultó ser una música atroz; sonaba como la tonada de un organillo frenético e infame, cuyos mecanismos parecían haberse desencajado. Pero esta música se apagó. Era fea, pero el ritmo no estaba desacertado. Durante un rato canturreé ese ritmo, y al final desperté.
Ya despierto, me sorprendí al descubrir que no era más parte de aquella ciudad sino totalmente ajeno a ella y que de pronto me había vuelto un cómico habitante de un cómico pueblito. ¿Qué cosa era, en realidad? El hombre bajo la ventana. Amigo, me dije, entierra a esta muchacha, a la que sólo le resta poca vida, y sigue tu camino en la vida. La vida es muy importante. Acaso sería más razonable (más razonable según las normas vigentes de la razón humana) acudir a la muchacha, sentarse en su cama, acompañarla hasta la ventana al atardecer, y compartir con ella un poco del mundanal ruido y de la abundante sangre roja que fluye por las venas del mundo.
Pero la vida es más importante.
A la par que razonaba de modo tan cruel, intentaba sepultar el dolor. Y logré sepultarlo tras una muralla de crueldad.
Me fui del pueblo en el mismo carruaje en el que había llegado. No le dije nada a Anna.
Ya era entrada la tarde. El sol refulgía en vastos hilos dorados. La estación yacía echada bajo el astro rey cual un gato rechoncho y amarillento. Las vías se adentraban en el centro del mundo, surcando férreamente la Tierra.
Cuando me senté en el tren y miré por la ventanilla, comprendí que los tormentos y las alegrías recién vividos ya me estaban alejando de ese pueblo y de todas esas últimas semanas.
Ahora, el cartero bien podía emborracharse, el Director de Correo bien podía hacer sonar sus platillos, el viajero bien podía oler a sus pomadas. El mozo Ignatz bien podía tener las manos flojas. Anna bien podía ser su amante.
¿Y la muchacha de la ventana?
¡Que se muera!, me dije, y no me avergonzaba admitir que por el bien de mi salud me alegraban las actuales circunstancias.
¿Qué tipo de enfermedad me había atacado estas últimas semanas? ¿Qué clase de sentimental era mi amigo Abel? Nunca, nunca jamás me iría de Nueva York por una mujer.
Pero ahora sí estoy decidido a irme a Nueva York. Norteamérica es un país glorioso. No ha sido fundado por un obispo de piedra.
Mientras pensaba tales cosas, el tren silbó y dio un estirón. En ese instante salió de la oficina en el andén el asistente, con su capa roja. La puerta permaneció abierta un poco más.
Y detrás de él, emergió una mujer hermosísima: ¡la muchacha de la ventana!
—¡Quédate! —escuché que él decía—. ¡En seguida termino!
Pero la muchacha no lo oyó. En cambio, me miró. Nos miramos. Se mantuvo rígida, toda vestida de blanco, muy saludable, y para nada lisiada o tuberculosa. Evidentemente era la novia o esposa del asistente.
Cuando el tren volvió a sacudirse y al cabo se echó a andar, miré a esa muchacha y le guiñé un ojo. He escrito toda esta historia sólo a raíz de esa mirada.
Se suponía que estaba obligado a llorar en esa situación, pero me reí, en cambio. Miré y vi a un campesino pegándole a su perro, un guardavías agitando sus señales, su esposa poniendo a secar la ropa recién lavada, y un carrito tambaleándose por un camino de tierra.
—¡La vida es muy importante! —dije, riéndome—, ¡muy importante! —y seguí viaje hacia Nueva York.
* Joseph Roth (1894-1939) Nace en Brody, Ucrania. Narrador y periodista.
** Alberto Giacometti. The Artist’s Mother. 1937