Cuando yo tenía 6 años mi primo de 9 meses murió, a esa edad no se sabe mucho, una caja pequeña, blanca, un velorio silencioso, yo no lloré, sólo miré el rostro de mi tío, rojo, hinchado. Ya lleva 22 años con la mitad de los ojos llenos de tristeza.
Cuando cumplí los once años, mi amiga de 9 años murió, la atropelló un camión urbano, le aplastó la cabeza. Mi abuela me llevó al funeral y allí estaba su hermano que era mi compañero de salón, lloraba y gemía a la vez, eso me asustó y no pude darle un abrazo, me acerqué a la caja, ahora mediana, de color café, toda de madera, el cuerpo era igual sólo que dormido, de un color verde azulado, con la boca morada. Recuerdo que le pregunté qué si le había dolido. Supuse que no.
Hace tres años inicié una carta abierta con la muerte… mi abuela materna enfermó, su cuerpo se fue apagando poco a poco hasta que dejó de moverse, cuando veía su dolor yo sentía un ardor que empezaba en el pecho y se extendía por todo el cuerpo hasta detenerse en los ojos, saliendo en forma de lágrimas. Pasaba muchas horas pensando más en la ausencia, un vaivén de sentimientos, frustración, enojo y tristeza. En esos momentos conocí la ingratitud. Me resultaba sumamente difícil pensar en no poder ver a la mujer que me cuidó mis primeros quince años de vida, la que me enseñó el amor, extrañaría su casa, sus pájaros, su olor y sus abrazos…
Alguien muy especial me dijo que el dolor de la muerte es un acto egoísta y creo que sí. Aun así yo decidí pedir una tregua, morir de una enfermedad lenta y dolorosa, me parece algo terrible.
Mi abuela cumplió 87 años y está bien, lúcida, fuerte y guerrera, como la recordaré toda mi vida.
Sé que no estoy en exenta, pero cada día que pasa, lo vivo ya sin miedos.
Por: Melina Alejandra González Aldana.
**Anna Ancher – “Un funeral” (1891, óleo sobre lienzo, 103 x 124 cm, Statens Museum for Kunst, Copenhague).