En un temporal bullicio de mi juventud despreciaba cada valor dado a lo que antes hubiese callado, ya no pretendía más mutismo, nada de esa virtud o lo que fuese su valía, yo quería escupir si algo ofendía a mi corazón o si existía algún leve insulto: yo quebraba el silencio con el grito.
Para todo tenía una voz.
Sin embargo, como dije; esa algarabía duró poco, extrañaba la censura y mis ánimos menguaban en falsas bravuras. Entonces fue cuando vino una sentencia de Tolstói que decía: La palabra no dicha es oro. Era claro el consejo y vino el silencio de vuelta, pero rumié en mi oficio de escritor: la palabra pensada también tiene su importe, que al escribirla habla por sí misma llena de cuantía, y así, el dilema carcome su contradicción.
A la vuelta de la esquina, no muy lejos, alguien me recordó aquel otro refrán que rezaba: La palabra es plata y el silencio es oro. En lo contemplativo va el trato si de eso va, me replanteé y, si en plata caía mi necesidad, habría que servirse escrita y sólo bien escrita, así como sólo desperdiciaría el oro para la alegría, el humor y la sinceridad.
Pero con algo no contaba y era que, ante el riguroso paso del tiempo, donde vuelvo al largo silencio, todo está habitado de mi propia voz que no se calla dentro de mí y que sólo ve/veo mis propios pasos y con eso tiene/tengo para repartirme si no hay nada más.
No tan en silencio me maldigo, tanto si lo hablo, como si me ignoro y lo callo.
Pd. Hegel decía que Para filosofar es necesario haber perdido la vista y el oído. Y yo advierto, en voz alta y con risilla; pero no la lengua.
Víctor Hugo Ávila Velázquez.
Ilustración: De rijke man en de Dood. Monogrammist AI. 1553.