Mi primera descomunión. Armando Castro Contreras.

Aun lo recuerdo como si fuera ayer. Tendría cuatro o cinco añitos (a lo mejor tenía 14, pero suena más dramático decir que cuatro o cinco) cuando por fin después de una larga y ardua preparación, estaba formado esperando mi examen final para -de aprobar- hacer mi primera comunión. Ahí estaba yo, repasando oración por oración, lo sabía todo, todo lo sabía… que el padre nuestro, que el ave maría, que el yo pecador, que el «llegando a la fiesta uooooo».

Les recuerdo que yo de niño era un genio (hasta que ocurrió ese penoso accidente del que no quiero hablar), lo que hacía que pudiera aprenderme cualquier texto en muy poquito tiempo (todo esto por buscar la mínima aprobación de mis padres y hermanos, pero eso es otra historia). Cuando por fin llega mi turno, un padre (sacerdote pues) bien culero le dice a su colega: “Está muy chico para hacer la primera comunión, que mejor pase a mi privado”. No, eso del privado no pasó (creo), lo qué si dijo es que estaba yo muy morrito para tan prestigioso acto, entonces el otro padre (ya influido por su superior) y en un tono bastante prepotente y mamón me dijo: “A ver, dime el Credo”. Mientras me miraba con esa mirada altanera y un poco pederasta (jaja) yo pensaba en canciones, en comerciales de televisión, en mil cosas, menos en el chingado credo, así que completamente amedrentado comencé: “Creo, creo, creo en un.. creo”…  y ya no dije nada, no salió otra palabra de mi boca. Los padres solo se voltearon a ver e hicieron una seña como diciendo: “Te dije, este no sirve ni pa’ un faje” (jaja). El padre más culero me tomó de mi pequeño bracito y me sacó a la chingada de la fila, ni una pinche segunda oportunidad me dieron. Sólo se dignó a agregar: “No, no sabes nada, ven después”. Cuando salí de la iglesia estaba lloviendo (juro por Dios que no es para agregarle dramatismo, de verdad estaba lloviendo) y todo el camino a casa me la pasé -orando- el credo sin cometer un sólo error mientras mis lagrimas se mezclaban con la lluvia provocando que mi miopía aumentara en un setenta por ciento, lo que hacía casi imposible que pudiera seguir caminando por la calle, dejándome muy en claro que nunca olvidaría este momento.

Armando Castro Contreras.

*Ilustración: Domenico Ghirlandaio. An Old Man and his Grandson. 1490.

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