«Es el peor momento para estar loco» pensé mientras miraba fijamente la pantalla del cajero y sufría un ataque de pánico. Por si no han sentido un ataque de pánico, permítanme contarles cómo operan en mí: en diez segundos ves con toda claridad trescientas veinticinco mil tragedias que te pueden ocurrir en ese momento, desde las reales-reales, como que por falta de pago te van a cortar la luz; las reales-irreales, como que saliendo del cajero te van a intentar asaltar y el ratero al ver que solo le haces perder su tiempo porque no cargas ni un peso te da tres navajazos directos al corazón que provocan tu horrible muerte, hasta las irreales-irreales, como que, el área donde está el cajero, se va a inundar completamente debido a un tsunami ocurrido en Tailandia, sin importar que vivas en un lugar donde ni siquiera hay playa.
El ataque de pánico no fue precisamente por ver lo que quedaba en mi cuenta, no. El ataque de pánico es un pasajero, un compañero inseparable, es como un pequeño niño trepado en tus hombros, un niño que a veces se comporta tan bien que ni me acuerdo que lo llevo encima… y otras, se convierte en Chucky el muñeco diabólico que a la menor provocación quiere arrancar mis entrañas y me hace reconocer que el cuerpo, esa máquina perfecta, está protegido por una delgada capa de piel vulnerable al más mínimo rasguño; entonces me doy perfecta cuenta: ¡cómo es posible que haya vivido tanto tiempo con todos mis órganos vitales expuestos casi por completo! Sí, eso es un ataque de pánico.
Retiro mi tarjeta y salgo de la cabina de cristal ausente, incompleto. Camino por la calle, pensando a quién le voy a pedir prestado, pensando en quién tiene un libro de psicología que me ayude a comprender lo que me está pasando, evitando pagar la consulta de un psicólogo; en cómo sacarle plática a la señora que vende semillas para sentirme acompañado, sin olvidar poner mi cartera en la bolsa de adelante por si aparece un ratero —uno nunca sabe— y sí, tengo que mirar con cuidado sobre los edificios… para en caso de ver una enorme ola, tapar mis ojos y no ver cómo me ahogo en ese tsunami originado en Tailandia.
Armando Castro Contreras.
Ilustración: Joaquín Sorolla. 1863-1923.