La noche que el velador perdió sus lágrimas. Víctor Hugo Ávila Velázquez.

El velador no duerme, tiene que velar por el rancho, no es problema para él; ya ha acostumbrado a su cuerpo a dormir en el día y trabajar en la noche. Ahora, después de su primera comida, que él veía como un desayuno a las diez de la noche, empieza su recorrido.

Una vaca lo mira, la vaca llora. “¿Cómo podría ser que un animal llorara? No eran lágrimas; es sólo agua que sale de sus ojos”. Una mosca se posa en el ojo de la vaca, la vaca pestañea y la mosca vuela parándose en la frente del velador, él la siente caminar, ella baja a su ojo alcanzando a tocarlo, la espanta con la mano, luego se soba. Al frotarse continuamente le comienza a llorar el ojo, se queja de un ardor ligero pero que se vuelve más agudo, él trata de recordar si tenía la mano llena de algo: no, no tiene nada en la mano. El ardor ya es grande, y corre hacia la pila de agua, se enjuaga y no pasa nada, el dolor sigue allí, se seca con su camisa, pero le sigue molestando la comezón dentro del ojo, “maldita mosca, maldito ojo”.

Trata de parpadear mucho para que pueda salir cualquier basura que haya entrado, pero el ardor es fuerte y tiene que llevarse la mano al ojo y tallarlo, “mis lágrimas limpiarán el ojo, como el de la vaca”. Las lágrimas lo limpian pero no deja de sentir ardor. Ya siente el ojo cansado, lo cierra y se tumba sobre el pasto, trata de no pensar, no lo logra, el ojo pide consuelo, pide cura, el velador llora desesperado.

Pataleando sobre el pasto, grita, sabe que nadie lo escuchará. La vaca muge: ella lo oye quejarse. Vuelve a la pila de agua, trata de abrir bien el ojo y lavarlo por dentro, siente que le quema en aceite caliente, lo seca rápido; el dolor cesa un momento y regresa de nuevo el ardor. “Sentí que se me quemaba, pero se me quitó un momento el dolor, lo mejor será lavarlo hasta que se me queme todo el ojo con el agua y así quitarme el dolor… ¿pero si me quedo ciego por completo?” El ardor no lo deja seguir pensando, mete toda la cara a la pila, abre el ojo y comienza a sentir el freír del mismo.

Se deja caer en el pasto, el ardor ha cesado. No abre los ojos por miedo a saber que su ojo se haya vuelto ciego; como el otro,  pues desde que era un niño lo ha perdido. Lo tiene pero no ve nada con él, ahora el otro ojo quiere fallarle, abandonar para siempre la luz, no lo quiere así, y la luna sigue iluminando.

La vaca muge, el eco le copia con un mugido más largo, ya amanecía. El velador se había quedado dormido. Inconscientemente intenta abrir el ojo pero las lagañas no se lo permiten y recuerda el temor de su ceguera, aunque el otro ojo ya estaba abierto por inercia, él no sabe si el sol ha salido ya o sigue en la oscuridad. Se deslagaña, y abre el ojo a medias, la luz del oriente dejaba ver la obligada salida del sol naranja sobre el cerro, y más arriba aún la noche. Se siente aliviado, se siente feliz, cómo pudo haber pensado que perdería el ojo bueno.

Se acerca a la pila, ve el agua clara, quieta, sobre la superficie hay unas cuantas moscas muertas; recuerda a la vaca, va hacia el establo, no hay vaca. “Maldita sea”, “Una de dos; o la vaca ha abierto la puerta y se ha largado, o bien alguien se la pudo haber robado”. Opta por la segunda idea. Todavía faltan unas tres horas para que llegue el patrón. Decide ir en busca del hombre que se robó la vaca, le dará una lección, y regresará con ella. Toma su sombrero, agarra una reata y se va.

Caminando sobre el pasto que va cambiando de verde a amarillo conforme sale de la propiedad, sigue las huellas de la vaca. Son huellas marcadas, pesadas sobre el camino, también hay rastro de huellas de alguien, intuye que es un hombre flaco, moreno, tostado por el sol, tan ligero que no le costaría mucho trabajo demostrarle que robarle a su patrón ha sido un error.

Al cabo de una hora y media de caminar da con el lago, al borde yace la vaca muerta, el estómago ya se ha inflado, o eso parece. El velador corre hacia ella, un mosquerío ya la cubre haciendo su pelaje más negro que blanco. El hombre la patea intentando ver si sigue viva, sabe que no, él sabe cuando un animal está muerto, y este está muerto. Los ojos de la vaca están abiertos, la nariz está seca, la lengua de fuera, las ubres agrietadas y hiede a vaca muerta. “malditas moscas, maldita vaca, ya perdí mi trabajo”. Se aparta de la vaca y de sus moscas. Mira al cielo: ya todo es azul claro, el sol pica su piel. “Si no quiero perder mi trabajo, tengo que llevar la vaca de regreso y decirle al patrón que amaneció así, patas para arriba, y toda tiesa”.

Espanta a las moscas con su sombrero. Con la reata amarra a la vaca por las patas, jala y consigue moverla, sabe que, para avanzar rápido, tendrá que emplear una mayor fuerza.

El velador se aleja del lago arrastrando a la vaca con todo y sus moscas, que la siguen entre breves vuelos, mientras otras están inmóviles sobre los ojos, sobre las enormes fosas nasales, y sobre la lengua peluda que se embarra de barro.

Una hora y media de caminar y no logra ver el rancho, sabe que le falta por lo menos media hora más de camino, quizás ya esté su patrón, quizás no, tal vez ha tenido problemas con ese caballo negro, aún bronco para su ver, y que el patrón presume que ya está listo para andar en él. “Quizás… pierda mi trabajo, quizás esta pinche vaca nada más se esté haciendo la dormida, quizás no, apesta a madres”. Voltea a verla, y observa cómo su barriga ya está enorme. “A ver si no revienta antes de que llegue al rancho”.

Y la vaca revienta, pero el velador no se da cuenta, sólo las moscas que han permanecido en los ojos ásperos, en la lengua púrpura y en las ubres donde están raspando la leche seca.

En la entrada del rancho el velador se da cuenta de que la vaca ha explotado, ahí está un hombre. No es su patrón.

—¿Usted es Alfonso? —pregunta el hombre y el velador asiente.

—Vengo a decirle que su madre ha muerto, me mandó el patrón. Él está ahora en la casa consolando a la familia.

El hombre se marcha. “Maldita vaca”. El velador se tira al suelo cuando ve al hombre ya lejos. Quiere llorar, pero sólo le salen pujidos, nada de lágrimas. “mi madre, mi vieja, carajo, pinche vaca”. El velador se levanta y empieza a patearla, todas las moscas vuelan cuando se echa encima de ella y sigue golpeándola ahora con las manos. La vaca está fría y los ojos extinguidos ven cómo llora sin lágrimas el velador. El velador se aleja murmurando cuando la vaca de tanto golpe suelta gases más hediondos. Se encamina hacia la pila, no salen lágrimas de sus ojos. No tiene un llanto completo, lo siente vacío.

Tirado sobre el pasto, recuerda que en la noche su ojo bueno le había ardido. “De tanto llorar ayer, no tengo lágrimas que soltar ahora”.

Se olvida de la vaca, ahí la deja, a ver qué se le ocurre después decirle a su patrón cuando llegue. “maldita vaca”. Se quiere olvidar también de la muerte de su madre, no puede y vuelve a llorar sin lágrimas, sollozando y moqueando, pero sin que una sola gota salga de sus ojos.

Agitado trata de dormir, pero no puede, ya ha dormido en la noche. Otra vez va a sufrir en la próxima noche cuando le llegue el turno.

El patrón no llega. La vaca se pudre más. El velador no logra dormirse en la noche. Ve entre sueños cómo su madre muere como la vaca: a la orilla del lago, con la panza inflada y las moscas volando a su alrededor, otras chupándola, palpando su cadáver. De repente despierta y alcanza a oler la fetidez de la vaca. “Maldita vaca”. Trata de dormirse en vano.

En la mañana el velador se encuentra sentado sobre el pasto, el patrón llega con su caballo tosco, y pronto se deshace de la vaca y de su velador.

—Ayer enterramos a tu madre. ¿Por qué no llegaste?

—Es que la vaca murió.

—Tu familia te estuvo esperando.

—¿Ya me voy?

El velador se marcha y vuelve a llorar sin lágrimas sobre las huellas del camino que ha dejado al arrastrar a la vaca muerta con sus moscas, y que, ahora, lo siguen a él, rumbo a la costa, que está después del lago.

Víctor Hugo Ávila Velázquez.

*Ilustración: Young Herdsmen with Cows. 1655. Aelbert Cuyp.

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