Hasta que llueva. Alex Pelayo

Pensó en viajar, pero quería hacerlo de forma especial, darle algún sentido. Así que decidió ir a una ciudad al azar y quedarse hasta que lloviera. Instalarse hasta que cayera la primera gota. Sin excepción, fuese de día o de noche, haría las maletas y se iría cuando empezara a llover. Hubo ciudades donde estuvo solo dos o tres días, en otras pasó unas semanas e incluso una vez ni siquiera llegó a salir del aeropuerto. Pero lo de aquella pequeña ciudad estaba siendo un caso extraño. Llevaba tres meses y no había llovido ni una sola vez. Ni siquiera un poco. Nada. De hecho, todos los días eran exactamente iguales. Un sol radiante que sólo se iba para dar paso a la noche. No era algo usual, pero él tampoco tenía ninguna prisa, así que decidió seguir esperando. Aquella tarde optó por dar un paseo hasta el final del río, pero acabó perdiéndose por una calle interior y descubrió un pequeño bar que no recordaba haber visto nunca. Tenía mesas de madera rústica y muy poca luz. Era el tipo de bar al que llevas a una primera cita. Íntimo, tranquilo y cómodo. Se sentó en la mesa que daba a la ventana y se dedicó a observar a la gente que pasaba por la calle. Fueron exactamente cinco minutos y doce segundos. Antes pasaron dos ejecutivos, tres chicas de unos veinticinco, una madre con tres niños y una viejecita adorable arrastrando un carrito de la compra. Y entonces, perdiéndose entre el resto de la gente, jugando a ser una más… apareció ella. Desde el primer momento que la vio cruzar la esquina, con su paso frágil, no pudo dejar de admirarla. Caminaba tranquila, mirando al suelo, ausente. Pero justo al pasar por la ventana del bar, se paró. Fue de repente, como quién recuerda algo. Se quedó inmóvil justo delante de él, que la seguía mirando, ahora nervioso y expectante. Sin avisar, giró la cabeza y clavó su mirada directamente en sus ojos. Atravesó el cristal y lo atravesó a él, que sin pensarlo se levantó, salió del bar y caminó hacia ella. – ¿Dónde has estado todo este tiempo? – Aquí, esperándote… Dime ¿por qué has tardado tanto? Él la acarició. Su mano era casi tan grande como la cara de ella, que torció la cabeza en un gesto cariñoso insinuando que no la soltara. Jamás. Entonces, una gota con aires de madrastra mala de cuento, cayó en su mano. Y después de la gota un estruendo ensordecedor en forma de trueno avisó de la inminente tormenta que no tardó ni treinta segundos en empezar a descargar. La gente se refugiaba debajo de los balcones, en bares y tiendas y la calle se quedó desierta. Solo quedaban ellos dos, que empapados bajo la tormenta seguían mirándose, descubriéndose, encontrándose. Entonces la miró, le dijo y se dijo a sí mismo: – Me quedo. Cuentan que desde ese momento, jamás dejó de llover en esa pequeña ciudad. Los viejos, decían que romper la promesa enfadó a los dioses y que la ciudad estaba maldita para siempre. Otros, simplemente se resignaron a pensar que algún día pararía. Pero nunca paró. Y un día, temblando, ella lo abrazó y le dijo: – No quiero condenarte a una vida triste… – ¿Condenarme? ¿Triste? Prefiero vivir en un mundo de lluvia contigo que ver salir el sol, ni una sola vez, lejos de ti. Y siguió lloviendo. Para siempre.

Alex Pelayo.

 

 

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