El bolerito me lustraba la bota mientras se llegaba la hora de ir a dar clases.
Me encontraba con sueño y el calor arrullador del jardín de San Marcos no ayudaba en nada. Para mí era muy agradable.
Veía delante mío la cabeza del niño tan famoso que lustraba zapatos que decidí dibujarlo con mi pie sobre su caja. Tomé mis hojas usadas, sucias y buscaba espacio para un dibujo rápido. Busqué mi lápiz y ahí me sentí feliz. ¡Qué agradable dibujar a esta hora!
Yo no movía mi bota. Pensaba que sería incómodo para el niño, tener que batallar, y si él se movía, la que batallaría seria yo al dibujarlo. Ahí me encontraba yo, bajo la sombra, y el sol perfecto para dibujar. Ambos juegos de luces y temperaturas clásicas en esta tierra. Calor y frío en un mismo momento. Oí que un señor me decía en su rápido andar “¡Vaya, parece real!”. Yo sonreí rápidamente y dije “¡Sí!”. Volví mis ojos al bolerito y le dije en mi cabeza “Obviamente.”. Así, atenta, yo seguía mi objetivo.
Tranquila y en un distinto arrullo me concentraba más y más hasta que un señor muy tímido se me acercó. “Discúlpeme, señorita. La he mirado y me sorprende lo que usted está haciendo. ¿Le gusta dibujar?”.
Si, le dije con mi sonrisa.
Pensé que sería uno de esos señores “saca-platicas-busca-mujeres…” Supuse que ya no podría seguir dibujando si él estaba ahí mirándome. Me pidió permiso para sentarse con todo respeto y, en automático, dije que sí.
¡Qué facilidad para ser amable! me regañé.
Me sacó plática, muy amable y respetuoso seguía su tema, sabía de lo que hablaba. El señor salió del Esmeralda, casa de grandes artistas verdaderamente buenos y eso me sorprendió. Conforme el charlaba me di cuenta que era sencillo y nada presuntuoso y eso estaba bien para mí. Yo miré sus zapatos y estaban limpios. El platicaba y se mostraba atento a mi siguiente trazo pero yo ya no hacía nada más que jugar con mi lápiz tímidamente. Él supo que me interrumpió.
Como el sol molestaba ya, decidimos ir a la banca de enfrente. Justo ahí, yo veía la espalda del bolerito ya con otros clientes y volví mi atención al platicón.
¡Vaya! Cuando empezó a decir que él era escultor, pintor y maestro de artes me quedé sorprendida pero no dejé que lo notara. No vaya yo a caer en su trampa secreta y su pretexto destapado para abrir la charla con la bella dama que dibuja en el jardín, ósea yo, era más que obvio.
Le dije “Su nombre ¿cuál es?” Me lo dijo. No lo conocía. No sabía ni quién era. No hice muecas. Lo dejé pensando en su fama. ¡Ay, por Dios me he topado con un farsante o un charlatán! No sabía si era realmente famoso. ¡Me van a tomar el pelo! Pensaba.
De cierto modo decidí probar su inteligencia y lo puse a prueba con preguntas relacionadas al tema del arte y su estadía aquí en la ciudad. Debo reconocer que el señor sabía de lo que hablaba. Ahí me sentí yo más tranquila. Coincidimos hasta en compañeros y maestros del arte.
“Ok” me dije. Tranquila. Este señor solo quería platicar y le he causado curiosidad, como él dijo. Hablamos de unas personas que ambos conocíamos y reímos un poco. Estaba yo un poco más relajada. Le mostré mis dibujos porque yo me sentía segura hasta cierto punto y él quería verlos. Me halagó un poco. Yo digo que lo justo. Un halago justo. Sin más.
¡Caray! Yo veía mi teléfono por que ya se llegaba la hora de irme. Me pidió mi número y no supe que pensar. ¡El famoso y yo ingenua! vaya tontería. Dijo “Si quieres puedes dármelo, o ¿eres de las que se van a desaparecer?” Miré al bolerito y pensé ¿Qué puede pasar? Se lo di. El me dio el suyo sin preguntar o pedir permiso y lo anoté como obligación. Me despedí y el me dio su mano. Salí casi corriendo de ahí y recordé que no le di las gracias al famoso niño bolero.
Cecilia Ávila Velázquez.